Vocación a la santidad y vocación a la misión.
El primer anuncio del kerigma cristiano, proclamado por Pedro en la mañana de Pentecostés, finaliza con una afirmación radical: nosotros somos testigos de todo lo que os predicamos. Desde este momento, los pregoneros del Evangelio estarán revestidos con la experiencia de lo que anuncian, fortalecidos con la constante presencia del Señor y animados por la fuerza de su Espíritu. Esta triple característica conforma la espiritualidad del enviado.
Los apóstoles son el paradigma, tan pronto como el fuego del Espíritu desciende sobre ellos, quedan transformados en testigos valientes y preclaros anunciadores del Evangelio. Como en Cristo, se produce el despojamiento total de sí, para vivir y ponerse radicalmente al servicio del designio del Padre, impregnado de amor y entrega.
El apóstol ama a los hombres como Jesús los ama. La espiritualidad del transformado por el Espíritu se manifiesta en amor de amplitud universal: siente el ardor de Cristo por la humanidad. De esta forma,
el misionero habitado por el Espíritu es hombre que es amado por Dios, es hermano universal.
Es la encarnación del amor de Dios en el mundo, sin exclusión ni preferencias.
Como realidad derivada de todo lo anterior, el verdadero misionero es santificado. Ser templo del Espíritu conlleva el don de la santificación. La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. El renovado impulso de la misión ad gentes exige misioneros santos. Es necesario el don del Espíritu. No puede anunciar a Dios quien no disfruta de Dios. Por eso, el misionero ha de ser un «contemplativo en acción»: a a luz de la Palabra de Dios y mediante la oración personal y comunitaria halla respuesta a los desafíos de su vocación.
El Espíritu transforma a los inhabitados para llevarlos por los caminos por los que se realiza la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad… Viviendo las bienaventuranzas, el misionero experimenta y demuestra que el Reino de Dios ya ha venido. Él forma parte de ese Reino, y sus frutos se visibilizan en su humanidad: es una persona contagiada de paz, alegría, alabanza, mansedumbre y misericordia. Vive en y del Espíritu.
Fray Miguel Ángel Medina OP
Misionólogo dominico
Revista Misioneros tercer milenio. nº. Mayo 2024